Cómo explicar la importancia de las vacunas

Tribuna

Mariano VIor

Otra vez en Argentina se discute el valor de las vacunas. Mientras la Sociedad Argentina de Pediatría alerta por una caída histórica en las coberturas de vacunación, la diputada Marilú Quiroz organiza en el Congreso de la Nación un evento antivacunas que bordea lo ridículo. Pensar que Argentina supo ser un ejemplo regional en inmunización.

No voy a repetir por qué las vacunas importan. Prefiero hablar de cómo comunicarlas en un contexto de caída de la confianza pública. Hace diez años que trabajo en esto, guiada por la evidencia. Pasé muchas horas hablando de a uno con gente que tenía dudas. Muchas de esas conversaciones terminaron en una decisión informada: vacunar. Lo digo con orgullo.

Para empezar, no toda persona no vacunada es un antivacunas. Más allá de las posturas más extremas, hay quienes tienen dudas sobre algunas vacunas o no las consideran importantes. Las vacunas son víctimas de su propio éxito: como funcionan, casi no vemos casos de las enfermedades que previenen, y por eso parecen menos necesarias. También hay quienes no logran acceder a ellas. Pero cuando la cobertura baja, las enfermedades vuelven: en estas semanas hubo más de 600 casos de coqueluche y 7 menores fallecidos.

En relación con la confianza, existen tres grupos, no dos. Los que confían, que necesitan información clara y acceso fácil. Los antivacunas, que en general no desconfían solo de las vacunas, sino de todas las instituciones (el Estado, el sistema científico, el periodismo) y suelen reproducir teorías conspirativas, que van desde chips invisibles hasta magnetización corporal. No es un grupo grande, pero sí ruidoso y muy visible. “Debatir” públicamente con ellos no solo no funciona, sino que amplifica su discurso y confunde a la audiencia. En este contexto, un recordatorio clave para periodistas y autoridades del Congreso de la Nación: en vacunas no hay dos campanas. Hay evidencia sólida y hay desinformación. Darle micrófono a posturas desacreditadas no equilibra un debate: amplifica un riesgo.

En el medio hay un tercer grupo, ignorado y mucho más numeroso que el de los antivacunas: las personas reticentes. No tienen una negativa firme ante las vacunas, pero sí dudas, miedos o malas experiencias previas. No son conspirativos ni fanáticos. Quieren respuestas, pero encuentran un trato despectivo de un lado del pasillo y fantasías paranoicas del otro. Son quienes más necesitan escucha, empatía y respuestas claras. Tratar a un reticente como antivacunas es injusto, erróneo e incluso peligroso, porque tenemos evidencia de que el desprecio de un grupo suele empujar a la gente a los brazos del otro.

La pandemia profundizó la crisis de confianza. Las vacunas contra covid salvaron millones de vidas, pero la incertidumbre, el miedo y la partidización de decisiones sanitarias dañaron la credibilidad institucional. Importa el contenido del mensaje, pero también quién lo dice. Cuando la comunicación se mezcla con alineamientos políticos, la desconfianza crece. La responsabilidad de reconstruir confianza es transversal.

Hoy necesitamos dos cosas. Primero, reafirmar algo básico: las vacunas son una política pública esencial. No hay relativismo posible. Segundo, hacer lo que muchas instituciones evitaron durante años: abrirse, escuchar, rendir cuentas, corregir errores y reconocer a los reticentes. Atacar preguntas legítimas como si fueran conspiranoicas solo profundiza la grieta y la desinformación.

Recuperar la confianza pública exige hablar con la firmeza de la evidencia y con empatía, sin soberbia. Ese es el camino para reforzar la vacunación, reducir el ruido y devolverle a la conversación un mínimo de sensatez.