Esperanzas y temores respecto de la IA

Pasiones argentinas

Inteligencia Artificial utiliza sus capacidades adquiridas a lo largo de siglos de perfeccionamiento para recrear todo lo que existe.

En 1956 apareció en la revista juvenil Science Fiction Quarterly el cuento “La última pregunta”, de Isaac Asimov, quien tenía en ese entonces 36 años. Se trató de uno de sus primeros relatos protagonizados por MULTIVAC, su versión imaginaria del ChatGPT contemporáneo, concebida por él como una versión sofisticada del computador mainframe UNIVAC de aquellos tiempos.

El cuento gira en torno al empeño de la IA en responder, a lo largo de los siglos, una misma pregunta, formulada inicialmente por un par de técnicos de mantenimiento borrachos y después repetida en numerosas ocasiones a lo largo de la historia: la pregunta respecto al sentido del universo y su inevitable deceso en manos de la entropía.

Y aunque la respuesta del aparato es inequívocamente la misma -que no hay datos suficientes aún para dar una respuesta-, su deseo de cumplir era tal que, de cara al final inevitable del universo, la IA utiliza sus capacidades adquiridas a lo largo de siglos de perfeccionamiento para recrear todo lo que existe y así poder seguir investigando. Multivac es dios.

Para lectores contemporáneos, el relato de Asimov resulta casi una fábula optimista. Su fe en la tecnología contrasta con numerosas versiones distópicas y aterradoras de la IA que engendró la ciencia ficción desde la mitad del siglo XX en adelante. Desde autómatas asesinos como en The Terminator de James Cameron hasta laberintos filosóficos como en The Matrix, la idea de concebir artificialmente una entidad eterna e inteligente nos resulta, cuanto menos, preocupante.

Y no sin una razón: si se toma en cuenta lo difícil que es zafar de algunos caudillos humanos, sujetos a las mismas leyes de salud y mortalidad que el resto de sus congéneres, ¿quién podría liberarnos de una eventual dictadura de la IA?

Estas dudas respecto a las consecuencias de la creación humana son tremendamente antiguas. Aparecen ya en relatos como el del sacerdote de Isis de Luciano de Samosata en el siglo II (o su versión de J. W. Goethe, “El aprendiz de brujo”), el del Gólem de los hebreos o de los homúnculos medievales, e incluso en el Frankenstein de Mary Shelley. Eso, claro, por no hablar de las numerosas rebeliones robóticas que, desde inicios del siglo XX, anuncia la propia ciencia ficción.

Aun así, está claro que para muchos hoy en día esta preocupación es secundaria. Es mucho más práctico tener un esclavo digital que redacte nuestros CV, procesando grandes lotes de datos o comprobando por nosotros la veracidad de algún mensaje en redes sociales -“¿Es esto cierto, @grok?”-, para tener así más tiempo libre para aburrirnos. Pero ¿cómo saber si el destino de estos simpáticos modelos de lenguaje es convertirse en la Multivac salvadora o más bien en alguna de sus numerosas versiones despiadadas?