Sarmiento vs. el mercado

Miradas

Fragmentación. El nuevo proyecto podría profundizar las desigualdades que ya hay en el sistema educativo.

Cuando uno sale a comprar un par de zapatillas advierte rápidamente que en el mercado hay productos de lo más variados, con precios y características diversas. Las empresas no compiten necesariamente por ofrecer el mejor producto, sino por el que les garantice más ventas.

En un mercado justo, el Estado no debería participar o, en todo caso, apoyar en igual medida a todas las empresas y brindar la mejor información a los consumidores.

¿Puede este esquema trasladarse al sistema educativo? Para el proyecto de “Libertad Educativa” -que circula como oficial, aunque nadie del Gobierno lo haya reconocido-, parece que sí.

No lo dice de manera explícita, pero el espíritu que recorre toda la iniciativa apunta a convertir la educación en un bien de consumo, regulado por una lógica de mercado.

La propuesta consagra el derecho de las familias a elegir “libremente” la escuela (o una forma no escolarizada de educación) para sus hijos.

A partir de esa premisa, obliga al Estado a financiar a las escuelas privadas en igualdad de condiciones que a las públicas. En concreto: establece que la inversión estatal por alumno en una escuela privada nunca podrá ser inferior a la que se realiza en una escuela estatal.

Para lograrlo, habilita mecanismos de financiamiento a la demanda, como los famosos "vouchers", o dinero público que iría directamente a las familias.

Actualmente, el Estado también asiste a las escuelas privadas, sobre todo en el pago de salarios docentes, pero lo hace con subsidios y bajo criterios de función social, zona de radicación, proyecto educativo o nivel arancelario. El nuevo esquema convierte esa posibilidad en una obligación del Estado.

El proyecto también exige la publicación de los resultados de las pruebas estandarizadas de todas las escuelas (hoy está prohibido por ley), con el argumento de ofrecer información completa a los padres para orientar su elección.

Esta idea parece razonable, pero está lejos de ser neutra. La iniciativa introduce una competencia entre escuelas por mostrar mejores resultados, que podría ir en contra de una formación integral.

El modelo proyectado no es nuevo. En el Chile de Pinochet se implementó un sistema similar. El resultado fue un fuerte crecimiento de las escuelas privadas -en su mayoría con fines de lucro- y un debilitamiento de las estatales.

Se produjo una alta segregación escolar: los alumnos con mejores desempeños se concentraron en algunas escuelas privadas, mientras que aquellos con mayores dificultades quedaron en las públicas.

Además, muchas escuelas, en busca de más dinero, privilegiaron preparar a los alumnos para las pruebas estandarizadas antes que brindar una educación más amplia.

La Argentina tiene otra tradición. Desde la Generación del 80, y con Sarmiento como un emblema, se concibió a la educación como un derecho, no como un bien de consumo.

La ley 1420 estableció una escuela común, gratuita, obligatoria y laica para todos los chicos del país. Esa fue la base de la ciudadanía, la igualdad de oportunidades y la integración nacional.

En las últimas décadas los resultados fueron muy malos, pero no por seguir esos principios. Por eso, el desafío no es abandonarlos, sino actualizarlos y fortalecerlos.

El Estado puede financiar la demanda e ir hacia un sistema más de mercado, pero lo que hoy se necesita es sostener una oferta pública de calidad que integre, iguale y forme ciudadanos para la complejidad y las exigencias del siglo XXI.