Ley “de libertad educativa”: el problema de insistir con lo que fracasó
Mariano Vior
Leí los artículos críticos al borrador del proyecto del Gobierno de “ley de libertad educativa”. Decepcionante. Todos fallan por lo mismo: no responden dos preguntas elementales. ¿Qué influencia tiene la legislación vigente en el colapso educativo argentino? ¿Cómo condiciona esa legislación cualquier intento de mejora? Ese vacío no es ingenuo porque obliga a ver el proyecto como extravagancia, ideologismo o embate privatizador y no como una respuesta al deterioro educativo acumulado durante décadas.
El actual formato de la educación se origina en la provincialización de las escuelas en 1991, consolidada en la Ley Federal de Educación de 1993. En 2006 esta se deroga y se sanciona la Ley de Educación Nacional, que reproduce el mismo esquema: primacía del Estado decidiendo por sobre escuelas, docentes, estudiantes y familias. Por eso, funcionarios del menemismo protagonizaron la ley del del kirchnerismo, no por camaleonismo, sino por tener una misma mirada para ambos momentos históricos.
La del 2006 tuvo una retórica sobre ampliación de derechos y un sistema de financiamiento peor que el de la Ley Federal. Incorporó avances, como el artículo que modifica los estatutos docentes (nunca se aplicó) y metió autoritarismo al prohibir que la gente sepa los resultados de las escuelas en las pruebas Aprender.
Ambas sostienen un sistema educativo centralizado en provincias que administran de modo jerárquico y piramidal. Las escuelas estatales son terminales de burocracias que, salvo excepciones, carecen de fortaleza técnica y política.
El léxico cotidiano lo confirma: las dificultades “suben”, las políticas “bajan” y siempre hay que consultar con la “superioridad”. La calidad del trabajo docente no impacta en el salario: no hay incentivos, ni positivos ni negativos, solo antigüedad.
El gobierno nacional opera como un “ministerio sin escuelas” que, supuestamente, ordena, coordina y financia. Su eficacia está a la vista… Algunas provincias avanzan, pero con progresos muy limitados: los ministros quieren, pero no pueden porque el formato solo permite mejoras lentas y parciales.
La acusación de “privatización” es ridícula: la matrícula privada creció de manera sostenida desde la Ley de Educación Nacional, no desde este proyecto. Y también crece porque las escuelas privadas ya disponen de la autonomía que el proyecto pretende extender a las escuelas estatales.
La idea del Gobierno es un giro copernicano: el centro decisorio pasa de la administración estatal a directivos, docentes, estudiantes y familias. Los gobiernos sostendrán bloques comunes de cohesión social y las escuelas podrán adaptarlos a sus necesidades reales. El Estado deberá garantizar, financiar, acompañar y coordinar, pero las decisiones centrales vuelven a las escuelas.
Una aclaración. No estoy analizando el contenido del proyecto: solo lo ubiqué en la línea histórica que evitan quienes defienden el viejo orden vigente que produjo el deterioro actual. Ninguna de las críticas que revisé propone una alternativa, salvo la consigna-reflejo de “aumentar los recursos”. Eso ya se hizo y tampoco funcionó.
Tengo críticas puntuales al proyecto, aspectos que deben corregirse, precisarse o reescribirse. Pero lo decisivo no es eso.
Si no hay un cambio en el formato político y si las escuelas estatales siguen atrapadas en la misma estructura que fracasó durante tres décadas, el colapso de la educación se profundizará.