Nostalgia por un colectivo que no existe más

Colectivo de la ex línea 6, restaurado. Foto: Museo del Colectivo, el Ómnibus y el Trolebús.

La vida de una persona puede escribirse de muchas maneras. Una de ellas es a través de las líneas de colectivos que fueron claves en su historia. Los porteños tenemos una extraordinaria red de transporte automotor que no valoramos lo suficiente. Es cierto: las unidades son ruidosas; algunos choferes, temerarios; las frecuencias, insuficientes; viajamos como ganado; pero aun así podemos ir de una punta a la otra de la Capital y el Conurbano con no más de un trasbordo.

Muchos envidian el sistema de subterráneos de las grandes capitales europeas, pero es porque no se ponen a pensar en nuestros bondis, en esa insólita telaraña que cubre los 13.285 kilómetros cuadrados del AMBA con recorridos caprichosos, casi intestinales. Habría que hacer un plano y exponerlo en el Malba como una obra de Kandinsky. El plano del metro de Londres (tan prolijito en su apariencia de circuito integrado, tan inspirador) daría vergüenza.

Cuando me pongo nostálgico, recuerdo que de chico iba a preguntarle a mi tío Morocho, camionero jubilado, qué colectivo me dejaba de nuestra casa en Pompeya a determinado punto de otro barrio. Y él siempre me decía la combinación justa, a veces nombrando las líneas con una numeración antigua que ya no se usaba y que había que traducir. Era un GPS infalible.

Me ilusiona pensar que heredé su superpoder. Cuando alguien viene y me pregunta qué bondi tomar, acierto bastante. Me cuesta decir “no sé”. Me duele, en realidad. Odio cuando algún centennial saca el celular para zanjar la duda enseguida y no me da tiempo ni siquiera a equivocarme.

Un amigo me dice que la línea 6 no existe más y es como si me hubiera dicho que se vino abajo la iglesia de Pompeya o el Puente Alsina. La 6 era la mejor línea que pasaba por el barrio: buena frecuencia, coches impecables, grandes destinos. La 6 nos llevaba al centro cuando el centro todavía valía la pena, cuando explotaba de cines y empezaba a llenarse de Pumper Nics.

La 6 fue la línea de mis primeras citas románticas, de mis rateadas del colegio, de mis viajes a la escuela del Círculo de Periodistas Deportivos. Pasé la adolescencia y la primera juventud en sus nobles unidades celestes, blancas y negras que nunca te dejaban de a pie.

Cuando me mudé a un barrio vecino, no la volví a usar. Más allá del cambio de color que tuvo en los noventa (el celeste le dejó paso al verde y a unos toquecitos rojos), la 6 quedó fijada en mi memoria como la línea invencible, la mejor del mundo, una garantía.

Mi amigo me dice que ahora su trayecto es operado por la 50, que la transformó en un ramal que ya no llega a Retiro. Una vieja unidad fue restaurada con los colores originales por el Museo del Colectivo, el Ómnibus y el Trolebús. Lo tomo como un acto de justicia.

Si la máquina del tiempo existiera, pediría volver una tarde de sábado a la Pompeya de 1975, para ir en el 6 a ver el estreno de Tiburón con aquella chica que me gustaba. Y volver juntos, compartiendo un asiento individual, embobados el uno al otro en un sentimiento maravilloso y fugaz.