El fin de la neutralidad

Daniel Roldán

Las grandes guerras han conocido un fenómeno que combina tanto un objetivo político de los Estados como un principio del derecho internacional: la neutralidad. Durante la I Guerra Mundial fueron neutrales la Argentina, Chile, España, Suecia y Suiza, por ejemplo. Durante la II Guerra Mundial lo fueron los mismos países más Irlanda, Portugal y Turquía.

La decisión a favor de la neutralidad fue resultado de una serie de factores y fuerzas internas e internacionales: motivaciones geopolíticas, tradiciones legales, sostenibilidad militar, vulnerabilidad económica, tolerancia de los beligerantes, respaldo doméstico, y preferencias de mandatarios se conjugaron, en diferente medida y según cada caso, para enunciar y sostener la condición de neutral.

En marzo de 2024, Alexander Wentker publicó, para el Max Planck Institute, “Neutrality in International Legal Thought”, en donde subraya la resiliencia de la neutralidad y su redescubrimiento en el derecho internacional. Asimismo, el 10 de noviembre de 2025 se llevó a cabo en el King’s College de Londres un evento sobre “Active Neutrality: The Strategic Role of Neutral States in the Age of Conflict”. El tema central giraba alrededor del significado que está adquiriendo la neutralidad en medio de la disputa entre las superpotencias: “Con demasiada frecuencia desestimada por pasiva u obsoleta, la neutralidad hoy puede entenderse como activa; una postura estratégica que permite a los Estados ejercer su autonomía, mediar en conflictos, salvaguardar los corredores humanitarios y preservar las normas jurídicas internacionales.”

La característica principal de estos tiempos no es la incertidumbre y el desorden, sino la inestabilidad y el peligro. Atravesamos la fase inicial de un orden internacional no hegemónico en el que la pugnacidad se acrecienta: una coyuntura crítica en la que los rasgos y parámetros conocidos se resquebrajan a escala global.

Así, la probabilidad de guerras dispersas y descontroladas, aunque interconectadas, ha aumentado. De allí la necesidad de que las naciones dispongan de una hoja de ruta para afrontar los desafíos y dilemas presentes y futuros. Las señales que comunican los gobiernos se vuelven entonces cruciales, pues indican un posicionamiento ante eventuales confrontaciones.

Desde antes de asumir la presidencia, Javier Milei, señaló que su propósito sería reordenar la economía, la política y la sociedad nacionales y restructurar la política exterior y de defensa. Las políticas interna y externa se reflejarían y reforzarían mutuamente. Tres cancilleres y dos ministros de defensa en 23 meses parecieran demostrar inconsistencias o titubeos, pero no es así: los dos ministerios son instrumentos de la Casa Rosada, que es donde se decide el rumbo de la inserción internacional. Inserción que asiente, expresa o tácitamente, buena parte del empresariado y que no es manifiestamente impugnada por la oposición.

Al comienzo de su gestión, Milei especificó tanto sus preferencias como sus aversiones. En su asistencia al Foro de Davos el 19 de enero de 2024 afirmó de modo aleccionador: “hoy estoy acá para decirles que Occidente está en peligro”. Con el tiempo repitió argumentos similares. Sin embargo, en la práctica, su política exterior se ha alineado, principalmente, a Estados Unidos y, de modo complementario, a Israel.

Su discurso hiper-occidentalista disimuló un proyecto de plegamiento estrecho –al comienzo–, y de dependencia condescendida –a partir de 2025– con Washington; algo que se reforzó con la fragilidad financiera y se revela en lo anunciado en materia comercial.

Respecto a sus aversiones, el foco central es China y, con el correr de los días, los gobiernos progresistas de América del Sur, empezando por Brasil. Durante dos años la diplomacia desarrolló una estrategia holgazana: votar siempre con Washington, sin importar si hacerlo perjudica el interés nacional. Asimismo se adoptaron medidas anti-China en temas como el nuclear, la hidrovía, el acceso a tecnología, entre otros, al tiempo que la coincidencia con Beijing en la ONU fue tan baja como en 1971 cuando el país reconocía a Taiwán.

El Gobierno nunca explicó –y la oposición tampoco exigió– la razón por la cual la Argentina debía tener relaciones incondicionales con Estados Unidos e inamistosas con China: hace dos años nada impedía apostar por vínculos positivos con ambos países para así superar el largo declive nacional. La declinación y su reversión --la experiencia lo muestra-- requiere socios, amigos y acompañantes varios. Además, lo internacional aporta, pero no determina el éxito: nada sustituye a los esfuerzos y compromisos internos para avanzar la recuperación del bienestar interno y autonomía externa.

En ese marco, resulta esencial recordar el primer discurso de Milei ante Naciones Unidas, el 24 de septiembre de 2024, en donde aseveró que la Argentina “va a abandonar la posición de neutralidad histórica que nos caracterizó”. ¿Cómo interpretar eso hoy, en medio de un escenario internacional altamente conflictivo y de un acatamiento pleno a Washington?

¿El intento fallido de enviar un destructor al Caribe, para sumarse al cerco a Venezuela, fue una prueba de la pleitesía hacia Trump? ¿Se trató de un gesto para mostrar la disposición a dejar atrás la condición de neutral ante una eventual confrontación de envergadura? ¿Hay consenso nacional para ello?